Hace ya unas semanas, el artículo de una colaboradora de éste blog provocó polémica, por su valoración de la sociedad guatemalteca, a la cual consideraba llena de hipocresía y mediocridad.
No faltaron los comentarios diciendo que es muy fácil criticar cuando se está lejos y que más valentía muestran las personas que de una forma u otra “se la han jugado” y a pesar de circunstancias adversas continúan en el país.
Disiento de éstos argumentos simplistas y ciegos, porque sólo el que ha emigrado sabe lo difícil que es hacer vida en otro país completamente diferente. Y me atrevo a decir que la mayoría de nosotros, llevamos siempre esa cruz a cuestas. La distancia de lo que nos formó, es sombra eterna, que se hace especialmente oscura en ciertas ocasiones. Entonces, habrá alguien que pregunte también, que si nos duele la lejanía, ¿por qué no regresamos?
Todo ésto me hizo reflexionar sobre mi propia historia. Y luego de que han salido a relucir ciertos casos de trascendencia nacional, como el de la renuncia del Magistrado de la CSJ, Vladimir Aguilar y la Procuradora General de la Nación, no pude más que sentarme a escribir, a manera de catarsis, sobre una de las razones por las que decidí salir de Guatemala.
En el año 2001 obtuve mi ansiado título de abogada y notaria. En aquella ocasión, me pareció que no se me estaba tomando en cuenta para un puesto de más trascendencia en la firma en la que había trabajado por casi cinco años, donde empecé desde procuradora, pasando por asistente, hasta el día de mi graduación. Quizás no era que no me querían tomar en cuenta, quizás yo esperaba más. Lo cierto es que finalmente un día, luego de varios años de haber pasado de un puesto a otro sin ninguna pausa, estaba desempleada.
Pensé que no me sería difícil encontrar otro trabajo. Eso nunca había sido un problema para mí... Sin embargo y porque la vida es sabia y nos enseña de formas que sólo ella sabe, el camino no fue tan fácil como lo esperaba o probablemente mi orgullo (ese orgullo mediocre, tan propio de los capitalinos) no me daba permiso de darme un respiro y analizar qué caminos tomar de forma serena.
Después de unos meses, la oferta de una plaza en la Procuraduría General de la Nación (PGN) se abría como una opción.
La idea no me emocionaba, pero era lo que había de momento y de cierta forma, pensé que sería interesante ver cómo era el ámbito público, pues siempre había trabajado en lo privado.
La experiencia sin lugar a dudas fue de aprendizaje. Perfeccioné mi redacción de demandas y memoriales, los cuales escribía de la A a la Z sin ninguna guía y a mano, aplicando el léxico jurídico y las formalidades legales, las cuales me sabía de memoria. Claro, porque lo primero con lo que me encontré, fue que sólo había una computadora para todo el departamento, asi que cada abogado redactaba el memorial en papel o se lo dictaba al asistente, quien lo pasaba a la computadora cuando ésta, de milagro, se desocupaba. Y si era algún recurso urgente, pues ni modo, había que sacarle brillo a la máquina de escribir (vaya si no agradecí las tardes en las que con mi hermano menor asistimos a la academia de mecanografía en tiempo de vacaciones).
De esto hace ya 15 años. Sin embargo, ya estábamos en el nuevo milenio y las computadoras no eran algo nuevo.
Pero lo mejor de todo fue que conocí más el interior del país. Esta fue una experiencia invaluable y algo que siempre había querido hacer. Recuerdo que muchas veces disfruté, sentada en la banqueta frente al juzgado local, de una “Rica” roja, bien fría, en bolsa o de una naranja con sal y pepita, mientras esperaba a que los oficiales regresaran de almorzar.
Debo reconocer que durante el tiempo que trabajé en la PGN conocí, dentro y fuera de la institución, a personas con una calidad humana difícil de describir con palabras, pero también es cierto que lo más bajo, sucio y la corrupción que tanto repugna, también la ví en ésa época.
Estoy casi segura que me llamaban de todo, “sombrerito de Esquipulas,” “relamida”... quién sabe qué. Nunca me importaron los cuchicheos a mis espaldas. Mi asistente y unas 3 personas más con las que me relacionaba, eran excelentes y trabajar bien era el cometido.
Desde tempranas horas de la mañana, la jornada empezaba difícil. Tenía que tragarme el asco de ver la osadía de dos compañeros abogados, que con la excusa de dar los buenos días, aprovechaban a besuquear a cuanta patoja encontraban en los pasillos. Ellas, con el bagaje cultural de la complacencia, impuesto por la sociedad machista, respondían con una sonrisa incómoda, tratando de evadirlos sutilmente, sin éxito. Y ni qué decir de las asistentes de cada uno, a quienes abrazaban con morbo y lujo de fuerza.
La primera vez que me los presentaron, los dos me estamparon un beso en la mejilla que no me gustó para nada. Desde entonces no les di ni la mano. Aunque trataron otras veces, los ignoraba y pronto se dieron cuenta que conmigo, sólo de lejitos.
Recuerdo que no había semana que no llamaran a reuniones a media mañana, a las que generalmente no asistía. Unas veces porque estaba ocupada con asuntos urgentes y otras, porque no se me daba la gana.
Pero no me juzguen a la ligera, tenía mis razones. Las dichosas reuniones eran para discutir casos, pero sobre todo, examinar con desfachatez, las soluciones fáciles que se les podían dar a éstos... Aparte, éstas terminaban casi siempre en pláticas politiqueras relacionadas, claro está, a sus intereses personales. O bien, se discutía el almuerzo del Viernes. ¿Chicharrones o comida china?
Por esos rumbos, escuché por primera vez los nombres de Vladimir Aguilar y Boanerges Mejía (entre muchos otros), ambos, funcionarios controvertidos. El primero, por dictaminar a favor del contrato de concesión a favor de Terminal de Contenedores Quetzal (TCQ) cuando era, precisamente, Procurador General y el otro, ex-Decano de la USAC y Magistrado por la CC actualmente, señalado previo a dicha elección, por sus fuentes de financiamiento. Lo que se escuchaba, naturalmente, eran cuestiones concernientes a tráfico de influencias o a cómo congraciarse con uno o con otro para lograr alguna prebenda.
La gota que derramó el vaso, fue el día en que el jefe de mi departamento me ordenó que no le diera movimiento a determinado caso. Yo le dije que me retirara del mismo, porque definitivamente, no estaba dispuesta a hacerlo. Efectivamente, el expediente le fue re-asignado a otro abogado, quien aceptó la disposición sin chistar...
Todo esto, aunado a otras razones, de las que quizás algún día también me siente a escribir, pensé que tomar un respiro fuera de todo mi entorno, por un tiempo, era necesario y que si el mismo me ayudaba a capacitarme para regresar con herramientas que pudieran cambiar algo en Guatemala, valía la pena.
Poco a poco las cosas se fueron dando y con beca en mano, partí a Japón para estudiar políticas comparadas y administración pública, sin saber que luego de finalizada mi maestría no volvería al país, como inicialmente lo había planeado...
Y aunque suene a cliché, así es todo en la vida, incierto; y a veces ésta no resulta de acuerdo a nuestros planes, pero con todo lo bueno y lo malo que nos dé, hay que vivirla sin cobardía.
Actualmente estoy en Bélgica y creo que desde acá aun puedo aportar algo. Probalemente sufro de algún grado de ingenuidad, pero prefiero mantenerme positiva a darme por vencida.